Décimosexto Domingo del Tiempo Ordinario
"Lo único necesario..."
El activismo no data de este siglo. Es una enfermedad que acecha a la humanidad desde siempre. Jesús, aprovecha las intensas ocupaciones de Marta (Lc. 13:37ss), para hablar del tema. Pues ella desea que María, dedicada a escuchar las palabras de Jesús, interrumpa su audencia y le ayude a preparar la cena. ¿Por qué preparar comida, si no se sabe para qué? Si la gente no se abre para acoger el mensaje relativo al sentido de su vida, ¿para qué sirve entonces matarse para acoger huéspedes? Un buen anfitrión trata de servir lo mejor posible. Ahora bien, si él no tiene tiempo para abastecerse, ¿qué podrá ofrecer? Un montón de cosas, pero no lo que sirve. "Marta, Marta, te ocupas en muchas cosas; pero una sola es realmente indispensable..." No dice qué. Sólo dice que María escogió la mejor parte: escuchar a Jesús. Mucho más importante que acoger a Jesús en una casa bien arreglada, con una mesa bien provista, es acogerlo y acoger sus palabras en el corazón. Entonces sabremos preparar la mesa de modo justo.
Marta da mucha importancia a lo que está haciendo, y poca a lo que recibe de Jesús. La hospitalidad que Abrahán, generosa y gratuitamente, ofrece a los tres hombres, junto al roble de Mambré, se transforma en un recibir; recibe más de lo que deseaba: un hijo de su mujer legítima, Sara. Tal vez por eso se dice que la hospitalidad es "recibir" una persona: el huésped es un don para nosotros.
Recibir las personas con atención, darles audiencia, puede ser una ocasión para recibir la única cosa necesaria, la Palabra de Dios: su promesa (en el caso de Abrahán), su enseñanza, (en el caso de María). Pues Dios viene al hombre.
El activismo, aún al servicio de otros, corre el riesgo de ser un servicio a sí mismo: auto-afirmación a costa del "objeto" de nuestra caridad, nuestra movilización o sea lo que fuere.
La superación del activismo consiste en ver el misterio de Dios en los hombres, así como María lo vió en Jesús. Esto sucede de varios modos. María vió en Jesús ciertamente, al vocero de Dios, al que "tenía palabras de vida eterna" (Jn. 6:68). Pero también podemos ver en el hombre al destinatario del amor de Dios: es también un modo de ver a Dios en él. La verdadera contemplación no es una fuga en pensamientos aéreos, sino aquel realismo superior que nos lleva a ver a Dios en el hombre y al hombre en Dios. Esta contemplación es también el fundamento de la verdadera praxis de la fe que consiste, precisamente, en tratar al hombre como hijo y representante de Dios. Para eso, el centro de nuestra preocupación no debe ser nuestra actividad, sino el hombre que se nos da y que nosotros recibimos como un don por parte de Dios.