Como argumento para que el pueblo escuche la voz del Se�or, y se convierta al Se�or su Dios con todo su coraz�n y con toda el alma guardando sus mandatos, Mois�s nos dice que la ley, como expresi�n de la voluntad de Dios, puede ser cumplida, porque no excede sus fuerzas acrecentadas por Dios, no es inasequible, no est� en lo alto del cielo o en Dios mismo, ni a las distancias espaciales que exijan subir a las estrellas o a la orilla lejana del mar. El mandamiento de Dios est� muy cerca de ti (Deuteronomio 30:10). La ley que nos ha sido dada y promulgada, est� dentro del pueblo de la alianza, que la puede pronunciar con su boca, memorizarla y meterla en el coraz�n. La ley, de origen divino, se ha encarnado en la palabra humana, y mediante ella viene Dios en el Sina� en busca de su pueblo, y sale al encuentro de su pueblo, haci�ndose cercano y pr�jimo, pr�ximo, de su pueblo. Y en el camino, encuentra al hombre medio muerto y lo cura.
El pueblo debe hacer suya y apropiarse la palabra de la ley, aunque el Se�or ya se la ha escrito en el coraz�n (Jer. 31:33). Sin este grado de apropiaci�n, es carga insoportable. S�lo cuando viene impulsada desde dentro y se convierte en una urgencia de responder filialmente a Dios que se revela salvador y buen samaritano, se convierte en miel para el paladar (salmo 118, 103), y se la ve y se la oye como la voz m�s �ntima que habla en el interior de la persona. Entonces se cumple la ley, no con las fuerzas humanas, siempre d�biles y escasas, sino con la energ�a de Dios que anima al hombre. Es Dios quien da la fuerza para responder a Dios.
A trav�s de toda la experiencia y sabidur�a del pueblo de Israel, que repite durante toda su vida tres veces al d�a el Shema, Israel, el letrado sabe que tiene que amar a Dios y c�mo tiene que cumplir ese mandamiento, pero no conoce c�mo tiene que amar al pr�jimo, porque en la pr�ctica del juda�smo no se hab�a acentuado esta segunda parte del m�ximo mandamiento de la ley. Y, sobre todo, no sabe qui�n es "su pr�jimo". Y por eso sigue preguntando: "�Qui�n es mi pr�jimo?" Y Jes�s cuenta la par�bola, tan conocida, del buen samaritano.
Como otras veces, introduce en la escena a este samaritano, hereje y no practicante del culto jud�o, que hace el contrapunto al sacerdote y al levita, piadosos, que bajan de Jerusal�n a Jeric�, que se supone vienen de ejercer sus funciones religiosas. Uno y otro, miran hacia el otro lado. Dan un rodeo. No quisieron contaminarse ni comprometerse. Entre tanto, el pobre apaleado y medio muerto, queda tirado en la cuneta. �Qu� religi�n practicaban aquellos profesionales de la religi�n y especialistas de la ley? Todo era superficial, o peor: hipocres�a.
Aparece entonces el samaritano, proscrito por los hombres de la Tor�, que, sin ning�n repudio, descabalga, comprueba el estado del herido, siente l�stima, lo lleva a la posada en su propia cabalgadura, lo cuida y pasa la noche con �l, paga al posadero, le encarga que siga cuid�ndolo, y que lo ponga todo a su cuenta. Cuando todos han escuchado la par�bola di�fana, pregunta Jes�s al letrado: "�Cu�l de estos tres te parece que se port� como pr�jimo de aquel que cay� en manos de los bandidos?" "El que practic� la misericordia con �l", respondi� abrumado el letrado. "Anda, haz t� lo mismo", le encarg� Jes�s.
No necesitamos m�s argumentos. La lecci�n est� clara. Donde veas una necesidad, cuando veas en un apuro a tu hermano, practica con �l la misericordia y estar�s cumpliendo el primer mandamiento de la ley.
�De qu� les sirvieron sus rezos y ceremonias al sacerdote y al levita? No hab�an comprendido el verdadero sentido de la religiosidad que no se basa en un cumplimiento de ritos, sino en la vivencia del amor de Dios que habita en cada una de sus criaturas.
Cuando practicamos la misericordia estamos imitando la misericordia del Padre, que nos ha enviado a Jes�s, su Hijo amado, a curarnos cuando est�bamos apaleados por el demonio y ca�dos en la cuneta del pecado. El es el buen samaritano, que ahora nos est� curando las heridas con el aceite de su palabra, y despu�s con el vino de su sangre.